Los vivos, los amantes, los rebeldes, los locos, los luchadores, los pasionales, los sensibles, los mágicos.

lunes, 10 de febrero de 2014

Mon Petit

Acabábamos de vestirnos, después de pasar de la ruptura escogida a la pasión inevitable. Aún colgaban las esferas carnales de nuestros vórtices y las sonrisas largas, fluidas, del arrebato anterior.
Sonó su móvil.
-¿Cuándo?¿Cómo ha sido? Vale, vale, vamos hacia allá.
No me explicó nada, tampoco fue necesario. Pronunció el nombre de Mon Petit y vi los barrotes del miedo en el reflejo de sus ojos. Por el camino tampoco mediamos palabra. No queríamos hablar, simplemente dejar que el bucle de la preocupación por nuestro amigo nos invadiera, y balancearnos con ella antes de que la realidad nos golpease con algo mayor.
Llegamos a la puerta de la comisaría local. Entorno a una decena de personas, todas caras conocidas, que nos saludaron a golpe de cabeza y dejando entrever en los dientes mellados por el tabaco cierta complicidad.
No sabían mucho. Cuando Mon Petit iba a comer a casa, recién guiado por el encuentro de su madre, cuatro policías le detuvieron. Ninguno quiso dejar constancia verbal del por qué del secuestro, pero todos sabíamos algo de un desafortunado encuentro con la panda porcina, en la tarde de la embriaguez local por excelencia, que terminó, como siempre, en violencia y con una hernia que reventó por dentro.
La tarde era asquerosa, esos malditos contratiempos de Febrero, y todo parecía más gris en la puerta de las fuerzas coercitivas. Estimé la hora, era tarde para no haber comido, pero sólo podía fumar. A penas mediaba palabra y guiños de complicidad con mis amigas, que parloteaban sobre las mascotas y los vaivenes de la universidad. Me enfadé en secreto, no entendía cómo podían cacarear tan alegres mientras yo sólo podía pensar en Mon Petit, allá adentro, quién podría imaginar las torturas que esos desalmados le estaban practicando. Creo que únicamente mi amante reconoció el tic de mi ojo y, con un abrazo espontáneo, compartió mi estado de ánimo.
Los perros guardianes aún gruñían por haberles arruinado la tarde de sábado. No paraban de intentar intimidarnos (a estas alturas, ya...¡já!) con sus actitudes de padres prepotentes. "Vamos a llevarnos bien, caballero, retire esa pancarta de ahí ahora mismo." Éso fue lo que le dijo uno de ellos a un compañero, que colocaba la tela negra de STOP REPRESIÓN sobre un muro del edificio. A llevarnos bien, decían, ladraban. La mañana anterior nos dijeron, ladraron, que ellos estaban en nuestro barco, que eran de los buenos. Reíamos por no partirles la nariz.
La espera me desespera. Mientras giraba sobre mí misma por decimoctava vez, salió el comisario a pedirnos que nos largáramos, dijo que Mon Petit había pedido el Habeas Corpus y que pasaba a disposición judicial en una hora. Suspiramos con algo de alivio, a alguien se le escapó una risotada. Mon Petit al menos saldría de esa asquerosa comisaría por un rato. Miré a su madre la tierna luchadora, en sus ojos cansados brillaba algo de esperanza.
Un coche patrulla salió de la parte trasera del edificio. Al incorporarse a la carretera pasó por delante de todos nosotros. Las lunas de atrás estaban tintadas, pero podría reconocer la silueta de Mon Petit hasta invadida por la invidencia. El pelo crespo, la nariz de ascendencia judía. Por primera vez en toda la tarde, un soplo de alegría nos envolvió. Gritamos su nombre y libertad. Le gritamos ánimo y movimos nuestros brazos enérgicamente para que nos viera, como diciendo "Oye, hermano, que estamos aquí contigo. No dejes que te hagan caer." Mon Petit, ¡cuánta ternura! Empecé a pensar en cómo nos conocimos, por un enlace de un amante estúpido que era su amigo. Mon Petit me resultó insoportable al principio, un niñato demasiado extrovertido que no sabía a qué amarrarse para enganchar a una chica. Luego empezamos a vernos habitualmente, a disfrutar con los dos besos, a reír por los mismos motivos. Mon Petit me había calado tanto, en menor parte, por la rutina que nos mecía en la ciudad pero, sobre todo, porque con él los sueños eran más agradables.
La puerta de los juzgados estaba atestada de maderos. "¡Cómo te aprecian, Mon Petit!", pensé divertida. Pero se contrarrestaban con todos los compañeros que nos apelotonábamos alrededor. Me dijeron que fue desolador verle cuando salió del coche patrulla. Tan mala cara, en su piel amarillenta y en sus ojos negros.
Algunos dudaban de su decisión en el resquicio judicial. Yo no. Mon Petit nos daba mil vueltas a cada uno, fuese en Historia, Política, Economía y Derecho. Mon Petit empezó a devorar la literatura de la realidad en el calor de su hogar de exiliados comunistas y, después, en la biblioteca del centro social. A penas un niño que se encerraba en la sala de lectura mientras el resto de integrantes pasaban los fines de semana drogándose en la otra parte del local. Mon Petit se había hecho a sí mismo inteligente y reflexivo, creía firmemente en sus ideas, pero siempre estaba dispuesto a escuchar otra opinión. Mon Petit fantaseaba con ser un valiente soldado. Se movía por la inercia de la curiosidad más pura. Era un buen chico, un buen chico que soñaba con un mundo mejor, y lo soñaba de verdad. A veces, a Mon Petit le salían alas entre semana, cuando lograba dejar con la boca abierta a un catedrático de Historia o cuando conseguía el favor de alguna chica. Y era maravilloso verle volar sobre el atardecer de la urbanización donde nos íbamos a hablar de la vida y de la muerte, con la excusa de fumar algo de hierba con tranquilidad.
Pensar en él coaccionado por policías y jueces me ponía enferma. Mon Petit amaba la libertad, era un eterno romántico. Seguro que él también había comenzado a enfermar, pero se estaría aliviando pensando en sus héroes políticos, también encarcelados.
Su madre salió jurando en arameo del edificio. La jueza posponía la resolución  de Mon Petit al día siguiente y apartaba a su abogado, un amigo de la familia, del caso por no saber guardar las formas en una situación como esa. ¡A la mierda!
Más rabia, más cansancio y la cara de Mon Petit rondando por el aire del callejón. Un callejón sin salida. Me marché exhausta, mordiéndome el labio, sin avisar de mi desaparición ni a mi amante ni a mis amigas. Caminaba por el casco antiguo con los labios fruncidos, muy callada, a penas sin respirar. Mon Petit pasaría la noche sobre una losa fría de mármol, con suerte cubierto por una manta pulgosa.
Mon Petit pasaba la que sería hasta entonces la peor noche de su vida. Y también fue la mía.

Con "efe"

Febrero,
febril como cada año,
no me deja escapar a su enfermedad frívola
ni a sus fatuos escalofríos.
Los fantasmas me ataron
sin clemencia.
Fallaste,
grité FUCK.
Me fingí entera,
pero fue poco más que una débil falacia.
Lloré tantas lágrimas como motas de polvo.
Morí sobre los brazos de mi madre,
la Bella Soledad,
fue una suerte resucitar
con hambre.

Bebí de la fuente de la magia,
de ninfas y faunos,
susurré a la fantasía una horquilla de regalo
y me obsequió
y volví a comprender la pureza pueril
y a sentirme fuerte.
Forte forte mezzoforte.