Y ya estamos aquí, frente a frente, compartiendo una litrona
en un parque apartado, después de intentar compaginar horarios para conocernos.
Empieza el verano y me hablas de revoluciones, de luchas que sólo se pierden si
el acto cesa. Yo te hablo de literatura, de comunicación y de que creo
firmemente en que hay otras formas de hacer las cosas. Parece que nos
entendemos. Las miradas fugaces y las sonrisas que se desbordan sin remedio
indican que nos hemos fijado el uno en la otra. Al despedirnos, nos besamos en
la estación. Y a mí me resulta uno de los besos más bonitos que he dado, aunque
tenga que marcharme tan deprisa como surca el aire el silbido del tren.
Y volvemos a encontrarnos, a conocernos. Frente a frente,
soltándonos los demonios a la cara. Termina el verano y la tensión se ceba
sobre nuestros cuerpos. Sólo el teléfono es testigo de mis lágrimas mientras tú
terminas gritando y negándote a concederme una palabra más.
Lo que comenzó como una complicidad magnífica, supurando
libertad, el gran acierto; termina en la incomprensión, en un entendimiento más
nefasto que el primer día. ¿Cómo sucede? Me pregunto si una relación sana puede
balancearse en la cuerda floja del amor romántico. La humillación y el
desamparo forman parte del maltrato, ¿verdad? Ése que tanto repudiamos y del
que queremos saber todo para no reproducir nada. Sé que los cuentos de hadas no
existen, y que las relaciones son complejas porque los seres humanos somos
maravillosamente distintos y la magia consiste en conocernos, en aceptar los
pétalos y las espinas, pero, ¿vale la pena mecerse un día entre las rosas
mientas al día siguiente nos estamos clavando todas las espinas? Estoy
enamorada. Estoy cansada de la palabrería y de la diplomacia, en lugar de la
claridad y de los sentimientos directos como flechas. Estoy cansada de pedir
ayuda y de que se me niegue la palabra, de que se me infantilice, de “que mis
problemas en realidad no tengan tanta relevancia”, de “que mis actitudes no
sean las correctas”. Estoy cansada, en fin, de que mis llamadas de auxilio, las
peticiones de comprensión hacia mi pareja se conviertan en dramas por falta de
empatía o por una supuesta empatía tan intensa que termina inyectándole mi
energía negativa, y me odie por no poder ser feliz. Y se enfade conmigo. Y se
niegue a quererme mientras yo muero de pena entre la indiferencia y el dolor.
En las ocasiones en que las cosas van mal, pido como ungüento abrazos y
caricias, y me encuentro en la base de su pirámide de privilegios. También
sucede los días de diario en los que en un arrebato de alegría imagino un plan
original y encantador para los dos. Esos días tampoco está.
Ya no sé si esto se merece llamarse amor, o soy yo
envenenada frente a su cariño simple y tierno y, por qué no, a su compasión.
Bien es cierto que hay que tener cuidado con los sentimientos y no dejar que nos
anulen y nos roben el arjé. Pero,
¿qué queda de vida si no nos dejamos explotar como volcanes y pensar, aunque
sólo sea por un momento, que debajo de la tormenta cálida de la persona con la
que compartimos confidencias y sexo florece el paraíso? ¿Qué sentido tiene la
monotonía y la rutina romántica? ¿Qué noche de amor ni que ostias? Qué vida
pérfida esa.
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