Los vivos, los amantes, los rebeldes, los locos, los luchadores, los pasionales, los sensibles, los mágicos.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

La canción del desarraigo

Cuando llegué a Madrid, lo primero que me sorprendió fueron los rostros de las personas que viajaban en los intestinos del subsuelo. Nadie hablaba, nadie sonreía. Los viajes de un punto a otro de la ciudad les arrebataban las ganas de vivir. Las miradas nunca se sostenían más de dos segundos. La sociabilidad era inversamente proporcional a los centímetros cuadrados que nos correspondían a cada uno en aquel dragón de metal. La melancolía terminó por absorberme a mí también, aún siendo una forastera de la gran urbe. Ésa tristeza monótona sólo era rota, de cuando en cuando, por algún músico o un pedigüeño. En el primer caso, me quitaba los cascos y escuchaba a los artistas que paliaban el hambre con acordes. Algunos reincidían, dependiendo de horarios y líneas. Al caer la hora de la siesta, en la circular, siempre subían tres hombres de piel de cuero, atizados por un sol centroamericano, que versionaban canciones de pop con un banjo y una flauta de pan. El cantante y recaudador del beneficio del concierto unía frases melódicas con su propio físico: “… y se agarra a su tabla de naufrago, tocando su eterna canción” chocaba con la estrella y la palabra “AMOR”  tatuadas en el dorso de su mano.
Cuando se trataba de un hombre que pedía limosna entre lamentos sobre la crueldad de la vida, las caras se volvían agrias de desprecio e indiferencia fingida. Hasta que llegó el día en que un ex presidiario, a punto de ser desalojado de su ratonera por la casera, destrozado por las peleas y la droga – la mala bicha, decía él-, no suplicó las monedas de los viajeros. Exigía entre gritos y amenazas su parte correspondiente por redimir los pecados de todos los beneficiarios del Estado del bienestar. El mártir del sistema capitalista se había librado de las cadenas que le ataban a las cloacas que ninguno queríamos ver, y pedía, cristalizado de rabia, su recompensa. Un altavoz sintonizó el canturreo de la próxima parada. Le dejaron solo en el vagón. 

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